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El Papa Francisco en Córdoba: la huella del silencio

Por @peraltakuki

No fue muy común que un Papa caminara por nuestras calles. Pero en Córdoba, entre 1990 y 1992, Jorge Mario Bergoglio (el Papa Francisco) vivió dos años en el corazón más profundo de nuestra historia: la Residencia Mayor de la Compañía de Jesús. Y lo hizo en silencio. Sin títulos. Sin honores. En una etapa que él mismo definió como “purificación interior”.

Llegó un 16 de julio, fiesta de Nuestra Señora del Carmen. Entró por la puerta de calle Caseros, como cualquier jesuita más. Lo recibió el hermano Cirilo Rodríguez, el mismo que, décadas antes, le había abierto las puertas del noviciado en barrio Pueyrredón. Era como si la vida cerrara un círculo. Volvía a Córdoba, pero esta vez no como superior, sino como hermano. Con el alma dispuesta a escuchar más que a hablar, a caminar más que a dirigir.

La portería del alma

Durante su estancia, cuando el hermano Cirilo enfermaba, Bergoglio tomaba su lugar como portero. Atendía llamados, recibía fieles, encargaba las compras, leía, escribía. No era el rol que uno imaginaría para un ex provincial de los jesuitas en Argentina. Pero ahí estaba. Cada tarea sencilla era también una oración.

El silencio de los pasos

Caminar los pasillos de la Residencia es entrar en un tiempo suspendido. Entre paredes centenarias, el visitante es invitado a contemplar. Porque aquí no se trata sólo de mirar, sino de sentir. La misma escalera que aún se usa (de las más antiguas de Córdoba) fue testigo de su rutina diaria. Subía con paso calmo, hacía una breve oración frente al Jesús de la Paciencia y se detenía ante la imagen de San José y el Niño. Dos manos apoyadas en el vidrio. Una oración silenciosa. Una señal de la cruz. Y luego, el día continuaba.

La mesa como lugar de encuentro

En el comedor, compartía cada comida con los demás hermanos. A veces cocinaba. A veces simplemente estaba. Fue allí donde, enterado de la necesidad de una familia humilde, pasó la noche cocinando peceto con ensalada rusa para regalarles una fiesta de casamiento digna. Gestos como ese no se enseñan; nacen de un corazón entrenado en el amor concreto.

Patio, Rosario y ropa

El patio, que luce como entonces, cubierto de una tupida parra y árboles de palta. Bergoglio solía caminar por la galería rezando el Rosario. También lavaba ropa, ayudaba en lo que podía. No había para él tarea menor. En cada acción cotidiana parecía repetirse el eco de San Ignacio: “en todo amar y servir”.

La habitación del pensamiento

Habitación número 5. Modesta. Sin baño privado. Por aquellos años, con ruido de colectivos cruzando la calle Caseros. Y sin embargo, allí encontró paz. Allí leyó los 40 tomos de la Historia de los Papas de Von Pastor, escribió Corrupción y Pecado y Reflexiones en esperanza. Allí, quizás sin saberlo, Dios forjaba al pastor que años después conduciría a la Iglesia.

 

El refugio bajo el manto

La Capilla Doméstica fue uno de sus lugares preferidos. En la bóveda, una imagen lo conmovía especialmente: los novicios protegidos bajo el manto de María, con la inscripción “Monstra te esse matrem” (“Muéstrate ser madre”). En la penumbra de esa capilla, Francisco entendió que a veces no se trata de hacer, sino de esperar. De proteger el trigo sin arrancar la cizaña, dejar que Dios pelee sus propias batallas.

Confesiones y herencias

En una salita frente a la Capilla Doméstica, el padre Bergoglio escuchaba confesiones. Allí, entre silencios y lágrimas, descubrió algo que aún recuerda con emoción: muchos fieles venían desde Traslasierra. Reconocía en ellos la profundidad espiritual que el Cura Brochero había sembrado. Esa herencia de santidad popular, sencilla y poderosa, que Córdoba conserva como un tesoro.

 

Un Papa en la Manzana del tiempo

Hoy, cada rincón de la Residencia habla. No sólo de historia, sino de humanidad. En cada pasillo hay una memoria viva. En cada escalón, un gesto. En cada sala, una espera.

Y para los cordobeses, no es menor saber que este espacio forma parte de la Manzana Jesuítica, declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Porque no sólo atesora siglos de saber, arte y fe. También guarda, entre sus muros silenciosos, la historia íntima de un Papa. El nuestro. El que vivió entre nosotros. El que, en esta tierra, supo mirar hacia adentro para volver al mundo transformado.

Por eso, para Córdoba, no es un detalle: es un inmenso orgullo saber que Francisco pasó por aquí. Porque cuando un alma como la suya habita un lugar, ese lugar nunca vuelve a ser el mismo.

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